miércoles, 7 de septiembre de 2016

Historias del tren 3

Subí al compartimento y había dos personas en él. La primera impresión no fue del todo buena. Dos personas de cincuenta y tantos, bastante orondas, descamisadas y una de ellas con un tanque tatuado en el brazo. Las perspectivas no eran muy halagüeñas.

Nada más entrar, muy amables, me indicaron mi litera y entablaron conversación conmigo. Eso sí, por supuesto, ellos en ruso y yo en inglés. Se presentaron como Grisha y Misha, y hasta ellos mismos se rieron. Y 55 horas de viaje dan para mucho. Entre otras cosas, para que Grisha me hiciera ver una película surrealista en ruso en su móvil de la que que no me pude escaquear porque me encajó el móvil en la mano. Hora y media de película. En ruso, insisto.

Después de ver la película, me escurrí lo más educadamente que pude hasta el vagón-restaurante, donde cené con una pareja de australianas que estaban de vacaciones y tres arqueólogos de Seattle que habían acabado la temporada de excavación en Chitá y volvían para su país.

Al volver a mi compartimento, Grisha y Misha estaban dando buena cuenta de su cena, de la cual, por supuesto, me ofrecieron. Cuando acabaron, con una sonrisa pícara Misha sacó una botella de vodka y tres vasos, y me ofreció uno de ellos. Yo, como soy un tío muy educado y no quería hacerles un feo,  con un perfecto "nasdrovia" me encajé mi vaso del tirón. Y os aseguro que el concepto de chupito ruso no tiene nada que ver con el nuestro.

Después del lingotazo, y para que no nos sentara mal, nos tomamos una rodaja de embitudo con un poco de pan. Y así hasta acabar la botella y empezar una segunda... y a dormir como tres angelitos.

Grisha, a la derecha, y Misha, a la izquierda, fantásticos compañeros de viaje. En la mesa, el vaso de "chupito".



El día siguiente continuó la rutina del viaje, afortunadamente ya sin más vodka. En los trenes rusos, y esa es una diferencia que luego observé con los trenes chinos, los vagones se convierten en una pequeña comunidad en donde todos se ayudan y todos cuidan de los niños de los demás aunque no se conozcan de nada. La verdad es que daba gusto verlos y envidia en ese aspecto.

Como yo era el único extranjero del vagón y Grisha y Misha muy simpáticos y sociables, nuestro compartimento se convirtió en el lugar de reunión de todo el vagón. Por allí pasasron unos marineros que iban a Vladivoistok a unirse a sus barcos, una familia de buriatos (los buriatos son el grupo étnico minoritario más grande de Siberia) cuya hija hablaba algo de inglés y que me enseñó algunas palabras en su idioma que, por supuesto y lamentablemente, ya he olvidado, y alguno más que pasaba por allí.

Esa noche cené con las autralianas y los estadounidenses en el bar (buena clase de inglés), me retiré pronto al compartimento donde aún pasó alguien más a charlar un rato, y a dormir. Y a la mañana siguiente, por fin, 9.260 km después, llegué a mi destino final, Vladivostok.


Estación de Vladivostok, final del ferrocarril transiberiano.

2 comentarios:

  1. Ohh Grisha y Misha, ya son como de la familia. De momento la anécdota más divertida y comentada del viaje jejeje. Tu no les invitaste a nada? ni a unas tristes galletas?. A ver si te pones al día que estamos esperando las crónicas de Birmania

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  2. Las cosas de palacio van despacio... No, en serio, a ver si le doy un empujón ya y me acerco al timepo real.
    Estupendos tipos, Grisha y Misha

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