sábado, 27 de agosto de 2016

Ekaterimburgo



Pues sí, lo primero que tengo que reconocer es que en anteriores entradas me he equivocado con el nombre de esta ciudad, que, según el Diccionario Panhispánico de Dudas de la RAE, debe escribirse Ekaterimburgo y no Yekaterimburgo. Los que tenemos ya unos cuantos años nos acordamos de cómo el en un primer momento Boris Eltsin pasó a ser posteriormente Boris Yeltsin, y yo pensaba que lo mismo le había sucedido a la ciudad y le había crecido una y griega mayúscula en el comienzo y había degradado a la e a la minusculez, pero no, sigue siendo Ekaterimburgo.

La ciudad es famosa fundamentalmente por dos cosas: por ser la primera ciudad rusa en el lado asiático del país, tras haber cruzado los Urales, que separan Europa de Asia (cruce del que, por cierto, ni me enteré), y por ser el lugar adonde fue llevada la familia del zar tras la toma del poder por parte de los soviets y fusilada el 17 de julio de 1918, incluida parece ser ya fuera de dudas Anastasia, a pesar de la historia de la desequilibrada Anne Anderson, que decía ser la hija del zar y que apareció en Berlín en 1922, interpretada en la gran pantalla por la maravillosa Ingrid Begman.

En el lugar donde se produjeron los fusilamientos, la casa de Ipatiev, que fue derribada en 1977 por orden precisamente de Boris Yeltsin para que no se convirtiera en un lugar de peregrinación, se alza ahora la Iglesia sobre la sangre, donde están enterrados los restos exhumados del zar y su familia.


 
Iglesia sobre la sangre, erigida en el lugar donde se fusiló a la familia del zar

Ekaterimburgo es un buen lugar para hacer la primera parada. Ha pasado suficiente tiempo (27 horas) como para haber pasado una noche en el tren y cogerle el gustillo al viaje. Ahí me separé de la catalana y el argentino, que seguían un poco más el viaje hacia otra ciudad de cuyo nombre no puedo acordarme.

La ciudad es agradable y bastante cómoda, y han tenido una muy buena idea para facilitar las cosas a los turistas que la visitan. Han pintado en las aceras una raya roja que te lleva a los principales atractivos turísticos de la ciudad. No tienes más que seguirla y vas viendo, con sus correspondientes explicaciones en inglés, los edificios y lugares que merecen la pena sin posibilidad de perderte ni andar buscando en mapas o aplicaciones hacia dónde tienes que dirigirte tras ver un parque o un museo. También han hecho lo mismo en Irkutsk, ciudad que sería mi siguiente parada, pero la raya es amarilla.

Vista de Ekaterimburgo a la orilla del río



Pasé un día muy relajado en la ciudad y, después de cenar tranquilamente en una calle peatonal muy agradable, me fui al hostel a dormir. Amablemente me imprimieron allí el billete que ya había comprado por Internet hasta mi siguiente destino, Irkutsk. Por la mañana siguiente di una pequeña vuelta, cogí el macuto y me fui a coger el tranvía número 5  llegar a la estación.

Era más o menos mediodía, hacía bastante calor y la parada del tranvía estaba a pleno sol, con lo que me estaba achicharrando. Además, ley de Murphy obliga, pasaban todos los números menos el 5. Cuando ya empezaba a pensar que me habían engañado y ese tranvía no pasaba por allí o simplemente no existía, apareció por fin.

Me subí y educadamente me dirigí a la conductora para decirle que quería sacar el billete y que cuánto costaba. Todo esto evidentemente en inglés, porque, como ya he escrito y no me cansaré de repetirlo, mis conocimientos de la lengua de Tolstoi eran los mismos que unos días atrás en Moscú, o sea, ninguno. Pues bien, esta fue la primera y única vez que un ruso (una rusa en este caso) fue grosero conmigo, y yo lo achaco al estrés de que estaba trabajando y se le acerca un tipo hablando en una lengua que ella desconoce, con la mejor de sus sonrisas, eso sí, en el momento en que ella tiene que arrancar y seguir su recorrido. Pues bien, me soltó algo por supuesto totalmente incomprensible para mí y cerró la puerta que tenía abierta entre ella y yo y a través de la que nos comunicábamos.

No teniendo la menor idea de qué hacer ni cómo pagar el billete, y como además ya habíamos arrancado, me senté en el tranvía sin saber si estaba haciendo un “sinpa”, si al rato pasaría un revisor y me pondría una multa o si llegaría a la estación sin que pasara nada. Pues bien, al poco de sentarme se me acercó una chica con una faltriquera que resultó ser la vendedora de los billetes. Luego en otras ciudades vi que tenían el mismo sistema. Tú te subes en el tranvía y luego pasa alguien para cobrarte. Así que ni “sinpa” involuntario ni multa para engrosar las arcas de la municipalidad. Pagué religiosamente el trayecto (muy barato, eso sí) y llegué a la estación con tiempo suficiente para comer algo y subirme al tren.

Interior del tranvía número 5. Al fondo, la puerta que me cerró la conductora

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